Susana Hernández. RETRATOS SONOROS / LAS SIN SOMBRERO (III) Me llamo Lucía Sánchez Saornil y me encanta el barullo

RETRATOS SONOROS / LAS SIN SOMBRERO (III) 

Me llamo Lucía Sánchez Saornil y me encanta el barullo

SUSANA HERNÁNDEZ /18 DE AGOSTO DE 2019

Lucía Sánchez Saornil (Madrid, 1895 – Valencia, 1970) 

Yo me adherí al movimiento ultraísta cuando todavía firmaba mis poemas con nombre de hombre, Luciano de San-Saor, porque me atrajo el barullo de aquellos poetas raros y sofisticados. Pero es que, perdónenme, a mí es que me encanta el barullo. Me gusta la vida, me gusta que la gente se junte para superar las dificultades, me apasiona ser radicalmente libre y me encanta dinamitar todas estas convenciones falsas y timoratas que te lo hacen todo más difícil.

¿Para qué, con qué afán?

Dicho todo esto, hubo muchos, los que quieren tenerlo todo encerrado con candados, que me hicieron la vida imposible: no solo por pobre, también porque me gustaban las mujeres. Y no iban a salirse con la suya. Cuando me enamoré en 1937 de América Barroso nada iba a detenernos para vivir nuestros amor sin vergüenza y sin miedo, sino con la sencillez con la que nos entregamos siempre, llenas de complicidades en tantas cosas, y, bueno, estorbadas también por las dificultades de un mundo que era muy cerrado, machista, patriarcal. Si entré en los años veinte en la CNT era porque, de todos, eran los que me parecían los más osados, y los más comprometidos con cambiar no solo la sociedad sino la mirada de cada cual y su forma de vivir. El caso es que también ahí hubo dificultades para que aceptaran a las lesbianas, y me tocó hacer pedagogía para que se respetase que cada cual viviera su sexualidad como más le gustara. Peleábamos por algo distinto, y un día estalló la guerra. Claro que salí a la calle, claro que me batí hasta el último aliento, no nos iban a quitar lo que estábamos conquistando. Al principio fui al Cuartel de la Montaña para asaltarlo y enseñarles a los fascistas la fuerza de nuestro coraje.

Cuando las tropas franquistas llegaron a Madrid, me encontraron con el ánimo rabioso contra sus tropelías, e hice cuanto pude para que no pasaran. Y no lo hicieron. “Puño en alto mujeres de Iberia / hacia horizontes preñados de luz ”, escribí en unos versos, “por rutas ardientes, / los pies en la tierra / la frente en lo azul”. Salí a Francia cuando estábamos a punto de perder la guerra, terminé en un campo de concentración. Después fui secretaria para un grupo de cuáqueros que ayudaron a la República.

Regresé a España. Sabía que volvía a vivir una vida clandestina, y tuve que cambiar de ciudad para que no me localizaran. Pero seguí siendo yo misma, por duro que fuera aquello, hasta el último minuto de mi vida. Nunca me doblegaron.