José Daniel Miranda Lara

Padul
Granada
Miranda, Pepa

Eran las dos de la madrugada cuando los golpes en la puerta de la vivienda rompía el silencio de la calurosa noche del 28 de julio del 36, dos energúmenos, a las órdenes de los sanguinarios mandos de Falange, apodados el «Rascas» o «Cortezas» y «la Paquita», sacaban de la cama a mi abuelo Pepe Miranda Lara y se lo llevaban detenido a la cárcel del pueblo, situada en los bajos del Ayuntamiento de Padul (Granada) en lo que sería el principio de una tragedia que marcaría la vida de mi familia, generación tras generación, hasta nuestros días.

Nunca conseguí que alguno de los testigos de la terrible madrugada, hiciera un relato completo y coherente de aquella trágica noche, solo frases sueltas, un suspiro que, acompañado de un recuerdo, se quedaba suspendido en el aire sin terminar la frase, palabras sueltas, inconexas dichas más para sí mismas que como respuesta a alguna pregunta. Palabras carentes de sentido, fuera de su contexto, que, en aquellos momentos, me generaban irritación, solo muchos años después he entendido que les aliviaban, les servía de pequeñas válvulas de escape, para librarse del dolor, la locura y el espeso silencio que les rodeo toda la vida.

No sería una detención muy diferente de la del resto de sus compañeros y de todos, los que como ellos se habían convertido para los golpistas, en los instrumentos necesarios para emprender una acción rápida y violenta a modo de ejemplo y escarmiento para el resto de la población. No se trataba de una actuación aislada de unos extremistas pendencieros y borrachines, hábilmente utilizados, por su carácter violento. Todo estaba planificado, organizado y dirigido hacia colectivos muy concretos, alcaldes, concejales, médicos, maestros, miembros de Partidos Políticos y Asociaciones Obreras. Todos los detenidos aquella noche no lo fueron por casualidad.

Ya en la primavera anterior, uno de los artífices del golpe de estado el General Mola, había distribuido instrucciones reservadas, en las que se indicaba que «se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado».

A los golpes en la puerta debieron seguir los gritos, los insultos, las palabras soeces y humillantes, en presencia de unos niños, asustados y desconcertados, despertados en mitad de la noche sin saber qué está ocurriendo, para encontrar a su padre empujado e insultado por unos desconocidos, con el miedo que produce desconocer los motivos de esa situación.

Los dos adultos, mi bisabuelo y abuela, en ese momento serían conscientes de que estaba ocurriendo, lo que desde hacía 10 días estaban temiendo y esperando. De hecho, en la sede de la Agrupación Socialista habían preparado la salida del pueblo de varios compañeros, escondidos en el doble fondo de un carro, tal como lo hizo el compañero de mi abuelo el doctor Rejón Delgado, otro de los que estaba en la lista junto a los detenidos esa madrugada.

Mi abuela, ya muy mayor, recordaba cómo lo animaba a que se marchara, y cómo él siempre le respondía que «no tenía nada que temer, porque nada había hecho», además de no estar dispuesto a dejarla sola con cinco niños, y el abuelo mayor y enfermo. Cuando ella hablaba de esos trágicos momentos, lo hacía con una mezcla de tristeza y melancolía, pero sobre todo con el orgullo de haber compartido los mejores años de su vida con un hombre excepcional y el brillo de sus los ojos, era el de una adolescente hablando de su héroe, del hombre al que admiró y sobre todo amó profundamente durante toda su larga vida.

En la cárcel de Padul estuvieron solo cuatro días, terribles y frenéticos días para mi abuela y bisabuelo, tratando de encontrar a alguien que pudiera ayudarles, que pudiera hacer alguna gestión para sacarle de la cárcel, en medio del miedo y la desesperación de ir tocando en puertas que no se abrían, con el tiempo que se les escapaba sin poder hacer nada para salvar su vida.

Solo 40 años después, escuché a mi abuela hablar de aquellos hechos, cuando trataba de convencernos, a mi padre y a mí, de que no apareciéramos en las candidaturas a las primeras elecciones municipales de abril del 79, tras la vuelta a la Democracia. Nos repetía, casi llorando: «no os señaléis más» que bastante hubo con ellos, os va a pasar como al abuelo, que cuando pasó lo que pasó, nadie lo conocía, nadie podía, o nadie quería hacer nada por salvarlo…

Y seguía contándonos cómo lo recordaba en el patio de la casa rodeado de sus compañeros. «El abuelo, decía, tan grande, en medio de todos ellos, que le escuchaban casi sin respirar, era la imagen de Cristo rodeado de sus discípulos. Y como a Cristo a él también lo abandonaron todos. ¡¡con lo que él había ayudado a todo el que pasaba por un apuro ¡¡Y tras un profundo suspiro, terminaba diciendo: “tanta lucha para nada, y tanta pena y tanto sufrimiento para toda la vida, que eso nadie sabe lo que fue…”».

De la estancia en la cárcel de Granada, a la que fueron trasladados el día 1 de agosto poco sabemos, no hay ningún tipo de documentación, las fichas se quemaron en el patio de la prisión y si algo queda no es posible consultarlo. Solo hay un testimonio gráfico, la mitad de una foto (desconozco quién pueda tener la otra mitad) en la que aparece mi abuelo con otras cuatro personas en el patio de la cárcel. Dos de ellos, también de Padul, corrieron su misma suerte, también fueron fusilados la misma madrugada. De los otros dos desconocidos no hay ningún dato, ni nombre en el reverso, ni nadie del entorno familiar que los conociera.

Había visto esa imagen muchas veces en la «caja de fotos» de mi abuela, pero cuando me dijeron el lugar en el que estaban, tuve la sensación de que la veía por primera vez y, desde entonces, no ha dejado de sorprenderme. Me inquieta la serenidad con la que esos hombres miran a la cámara, no hay nada que haga sospechar el lugar donde están y lo que les espera. Si tenemos en cuenta que solo estuvieron seis días en ese lugar de tortura, dolor y miedo, en esa antesala de la muerte, es posible que algunos, o todos, ya estuvieran en «capilla». Esa foto, como casi todo, no deja de ser una incógnita más de todas las que rodean su asesinato.

Y no deja de ser doloroso, que casi un siglo después sigamos reclamando justicia y buscando los restos de personas que, en un momento de la historia de este país, debieron pensar que ya estaba bien de abusos y de injusticias, que había llegado el momento de actuar para conseguir una sociedad más justa, más igualitaria y más solidaria. Actuación inspirada y sustentada por los sólidos valores republicanos de los que eran firmes defensores. Se encontraron desde un primer momento con la oposición frontal de la derecha local, cuyos miembros no estaban dispuestos a perder ni uno solo de sus privilegios, para lo que no dudaron en utilizar la fuerza y el terror para lograr sus objetivos.

La historia de mi abuelo no difiere demasiado de la de miles de personas que aquellos primeros días, tras el golpe de Estado, se convirtieron en instrumentos de los golpistas para implantar el terror para escarmiento de la población.

Mi abuelo era un empresario local, trabajador, honesto y muy respetuoso con todo el mundo. Muchos han sido los testimonios de personas que le conocieron, que me han hablado de su honestidad su seriedad y su buen hacer como empresario.

Era el presidente de la Casa del Pueblo de Padul y actuaba como asesor de la Corporación Municipal en la que su padre era el alcalde. Era un miembro muy activo de la Agrupación Socialista siendo el fundador y presidente de la Sociedad Obrera «La Alianza», cuyos estatutos son una lección de socialismo real y pragmático.

Los socialistas de Padul estaban convencidos de que la acción política y la lucha eran los únicos medios a su alcance para transformar el mundo, su pequeño mundo. La autonomía económica de que gozaban muchos de sus afiliados, sus profundas convicciones republicanas, sus trayectorias vitales (algunos tenían carreras universitarias, habían vivido en países extranjeros o procedían de otros lugares del país) les hacían tener una visión distinta de la realidad social del municipio, y no aceptaban ni las condiciones laborales, ni de vida de la mayoría de la población, ni la marginación, ni el analfabetismo, ni la miseria, ni los abusos.

Ellos estaban dispuestos a cambiar todo lo que consideraban injusticias contra la población más indefensa, y así lo recogen también en los estatutos de la Sociedad Obrera La Alianza. Estatutos que se presentan en el Gobierno Civil de Granada el día 15 de mayo de 1931, firmados por mi abuelo como presidente y un señor llamado Eugenio Cueto como vocal. Esta fecha y otras noticias de la prensa local, me hace pensar, que cuando se proclama la República, ya venían de un largo recorrido de lucha y activismo político.

En la Casa del Pueblo hablaban de libertad, de educación y progreso, de cooperativas de trabajo y de crear mecanismos para proteger a sus familias si sufrían algún infortunio. Hablaban de futuro y de cómo afrontarlo con medidas concretas, de libertad y de cómo ejercerla, de las cuestiones que les preocupaban y afectaban a sus vidas, del escaso trabajo y de la humillante manera en que los propietarios lo distribuían, de los salarios de miseria, y frente a eso veían en la creación de cooperativas una solución para superar la miseria a que les sometían, y quizás influenciados por la Institución Libre de Enseñanza, la educación de sus hijos también era motivo de debate y preocupación. Todo este hervidero de ideas y acción les abrían una puerta a la esperanza y por primera vez tenían confianza en un futuro que sería mucho mejor para ellos y sus hijos, porque ya la resignación no era su única opción. Empezaban a no resignarse a aceptar la explotación laboral, ni la marginación, ni el analfabetismo, ni la miseria, con el fatalismo que se acepta lo inevitable.

Todo esto, para la derecha era una amenaza y un riesgo, eso suponía que se tambalearan los cimientos de una sociedad que había permanecido siglos inamovible, donde la riqueza estaba en manos de unos pocos que utilizaba al resto en régimen de semiesclavitud, para seguir incrementando su patrimonio.

Esa derecha, no estaba dispuesta a perder ni uno solo de sus privilegios, y reaccionó de manera virulenta. Hay un informe del presidente del Sindicato Agrario local dirigido a Lerroux en el que acusa a los socialistas de generar conflictos entre los trabajadores agrícolas incitándoles a actos violentos. Dan cuenta de que la Casa del Pueblo se había convertido en un lugar de conspiración y agitación social en la que sus afiliados son manejados a su antojo por su presidente (mi abuelo) y en la que se recibe con frecuencia a los elementos más exaltados del socialismo granadino.

No dudaron en impedir la celebración de un mitin organizado por mi abuelo (según algunos testimonios, era un extraordinario mitinero) en el que estaba prevista la intervención de don Fernando de los Ríos, Ramón Lamoneda, y el doctor Rejón, concejal y compañero, y él mismo. No solo les recibieron a tiros, si no que les tuvieron secuestrados en un corralón, donde se habían refugiado, hasta la llegada de la las fuerzas de seguridad. Existe un documento en el Archivo del Congreso en el que don Fernando de los Ríos manifiesta su queja por la tardanza de las fuerzas del orden en acudir a rescatarlos.

La celebración de elecciones era motivo de enfrentamientos y denuncias para impedir a los socialistas ejercer su derecho al voto o formar parte de mesas electorales o los pucherazos electorales que incluso dio lugar a la anulación de las últimas elecciones celebradas en abril del 36.

Tras años de enfrentamientos con la derecha local que, desde la proclamación de la Republica y el nombramiento de la primera Comisión Gestora, trataron de acabar con ellos de todas las formas posibles, con acusaciones, denuncias, coacciones; el golpe de Estado les dio la oportunidad de actuar inmediatamente contra quienes trataban de arrebatarles sus privilegios. Solo 10 días después del golpe la mayoría de los miembros, alcaldes y concejales socialistas estaban encarcelados, habían huido hacia un exilio del que nunca volverían o terminaron frente a un paredón, en un barranco o una cuneta, de los que posiblemente nunca serán recuperados.

Muchas veces he pensado cómo serían las últimas horas de vida de mi abuelo: ¿Cómo viviría esos tensos momentos desde que el carcelero abrió la puerta de la celda y comenzó a leer los nombres, hasta que se encontró en la tapia frente a los fusiles cargados de muerte? ¿Qué sudor frío recorrería su cuerpo al oír su nombre? ¿Por qué no hay ni una nota de despedida? ¿Qué desesperación sentiría al pensar en sus niños? En su mujer tan joven y tan alegre, en su padre ya mayor… Mi abuelo era un hombre fuerte y muy valiente (lo demostró en numerosas ocasiones), pero en esos momentos, no dejaba de ser un ser humano ante la muerte. Una muerte cruel e injusta, como todas las de los seres humanos, que esa y otras muchas madrugadas, vivieron tan trágicos momentos. Y tendría miedo, mucho miedo y rabia y abandono y dolor… Solo tenía 40 años y toda una vida de ilusiones y proyectos por delante.

Cuando se conoció su asesinato, la Guardia Civil apostó a una pareja en la puerta de su domicilio para impedir a su familia que pudieran llorarle acompañados de familiares y amigos.

Mi bisabuelo, también llamado Pepe Miranda, siete días después del fusilamiento de su hijo dejó un estremecedor escrito en el que relata su detención y encarcelamiento, las personas que lo detuvieron y de las noticias que le llegaron de su asesinato. Ese día de agosto no podía sospechar que solo cuatro meses después, él con tres mujeres más de la familia, serian asesinados en otra tapia, la del cementerio de Loja.

Esa madrugada del 7 de agosto, como tantas otras madrugadas, a muchas personas se le rompieron de golpe sus sueños, sus proyectos, sus ilusiones, y empezó la etapa más trágica y negra de la historia de este país, y el silencio cayó como una losa sobre la vida y muerte de muchos hombres y mujeres en un intento de ocultar y olvidar a los que fueron los auténticos héroes de aquellos hechos.

Ellos fueron los que permanecieron leales a la Republica y los que pagaron con su vida sus ansias de libertad, su deseo de un mundo mejor, más justo, solidario y fraterno. Hoy, tantas décadas después, nos sigue hiriendo que este país siga sin saldar con ellos una deuda de gratitud y de justicia, los familiares seguimos buscando sus restos, reclamando el reconocimiento de su heroísmo y la dignificación de su memoria, y, en mi caso, cumpliendo la voluntad de mi bisabuelo, que en una libreta en medio de muchas fechas y datos de nacimientos, bautizos, casamientos, dejó camuflado el relato de la detención y asesinato de su hijo para conocimiento de los más curiosos de la familia y para que nunca lo olvidaran.

Fuente: https://www.elindependientedegranada.es/blog/historia-ejecucion-jose-daniel-miranda-lara-ejemplo-compromiso

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