Casares, 1893-1974
La vida de una mujer de Casares. Como ella, más de dos centenares de viudas, solas, en un pueblo de tragedias. Vivieron su tiempo siendo mujeres, ignoradas por la justicia del ganador, relegadas por un estado pseudo imperial, anacrónico y olvidadas por aquellos que tienen que recuperar su memoria histórica en leyes inoperantes.
Ana Gutiérrez Delgado nace en Casares el 29 de Octubre de 1893 en una familia jornalera de cinco hijos. Su infancia y juventud trascurre sin grandes sobresaltos, supliendo carencias con imaginación. La tradición de su clase marca mujeres analfabetas de cultura milenaria, todo lo demás eran labores de la casa, compartido con jornales en el campo, el ocio era el baile fandango casareño y tocar la guitarra.
Mujer de pequeña estatura, rubia de cabellos ondulados, ojos azules, ágil, vivaz, alegre, de buenos sentimientos. Se casó el 4 de Septiembre de 1913 con Juan Mena Valadez “Raspa”, jornalero del mismo pueblo, y formaron una prolífica familia con ocho hijos; dos fallecieron en la infancia. Ana tomó pronto la rienda de su familia. Juan tuvo que emigrar durante un tiempo a Kenitra, Marruecos (1918), sustituyó el campo por la minería y pudo eludir el brote de gripe española que tantas muertes produjo en Casares.
A Casares, la II República llega como agua de Abril. Todas las esperanzas de la clase obrera se vuelcan en poder trabajar y comer todos los días, escuelas para los niños, vale tanto el mayor terrateniente como el más humilde de los jornaleros. Juan tuvo una escasa participación política, era afín a las ideas sindicales ugetistas y participó, como todos los jornaleros, en las huelgas agrarias.
Después de Golpe Militar del 18 de Julio, Casares vivió tiempos convulsos con refugiados del Campo de Gibraltar, bombardeos desde los barcos, detenciones y un terror generalizado a lo que se rumoreaba de las tropas africanas, Juan hizo guardia en la entrada de la Calle el Monte, y en el teléfono público, por orden del Comité Republicano de Casares, acompañado de una vieja escopeta de caza que no llegó a tocar.
A finales de Septiembre del 36, próximas las tropas nacionales, todo el pueblo de Casares se puso en camino con destino a Málaga, vadeando las sierras, bombardeados constantemente esta familia llegó hasta Campanillas, donde tras la caída de Málaga deciden volver al pueblo. Ellos no tenían ninguna cuenta pendiente y sus manos estaban limpias de sangre como transmitía la falsa promesa nacionalista.
Vuelven a Casares y llegan en la mañana del 16 de Febrero. Encuentra su pequeña y humilde casa saqueada, destrozada como todas las del pueblo. Aquella misma tarde Juan es detenido por tres falangista de nuevo cuño, y encarcelado en calle Carrera, junto con ocho paisanos. Su muerte estaba premeditada, eran sus últimas horas, en la madrugada del 17 de febrero, amarrados, fueron fusilados en el Cerro de la Horca, a unos tres Kms. del casco urbano. Con las primeras luces del día Ana se acercó a la cárcel, allí se enteró de la tragedia de su marido. Es retenida y conducida a la calle Fuente, es rapada al cero por un barbero apodado Puliana, entre lágrimas le decía: “Ana no te opongas, que esto es monte que mete, si no estas gentes nos matan a los dos”. Aquel día de un gélido Febrero también murió Ana La Ramira y nació sin vivir “Señá Ana La Raspa”. Una mujer fuerte en su debilidad, rebelde en su desgracia, buscavida en la nada, solidaria en las miserias y triste, muy triste en sus amarguras.
Estas mujeres vistieron Casares de luto y formularon una estrategia sin plan previo, sólo subsistir día a día, con el saquito de corchiza, bellotas o la rebusca de cualquier cosa; el pedir un cacho de pan de cortijo en cortijo, el milagro de las tagarninas rehogadas en aceite de capote y tortillas sin huevo.
En aquellos días, tuvo una boca más que alimentar, su hermano Antonio, militante de izquierdas, huido y refugiado en una gruta entre las fincas de Matute y Arroyo de la Jordana, a escondidas le llevo lo que pudo. Su hijo mayor, fue alistado muy joven en el ejército republicano, estaba desaparecido.
Ella junto con su hermana María, su eterna amiga María Parra y muchas más, representaron un modelo de fidelidad a sus maridos y sus ideas, un compromiso con la lealtad y la amistad, a un amor sin límites a los suyos y una rebeldía hasta sus últimos días.
No falto, sobre todo en los primeros tiempos, un acoso continuo. Algunos días de cárcel con acusaciones peregrinas (”y ahora encerrada unos días bajo la acusación de robar dos Kgrs de habas”), cuando no grotescas situaciones: ”matadnos aquí mismo, pero mi hija María no va a ningún baile del Kiosco, aunque conquistéis el cielo, es que no tenéis bastante con lo que le habéis hecho al padre”, les decía Ana a unos tipos que iban de nueva autoridad municipal, queriendo celebrar las victorias guerreras del traidor.
Su hija pequeña, de corta edad, aún recuerda la falta de su padre, cómo caían los mechones de pelos de su madre, los días que pasaron en la soledad de cárcel, y aquellos necios festivos; también recuerda cómo una noche estando Ana de encalijo en el Cortijo La Alcabaleta se presentaron unos hombres, Juan Pabuceno, El Lezno y dos más que no conocían, uno calzaba polainas y se hacía llamar Manolo El Rubio, el otro llevaba una chaqueta de cuero y le decían Remigio El Asturiano.
“Ana ayúdanos, vamos de paso y estamos muertecitos de hambre, la niña no dirá nada ¿no? Mira que si nos cogen estamos perdidos”, decía Juan Valadez Mena, “Pabuceno”, anarquista y guerrillero de Casares. Aquella noche el cortijero tuvo una orza de manteca “colorá” y una hoja de tocino fresco menos.
Un día de los cuarenta fueron llamadas al Ayuntamiento para firmar unos papeles, pero al conocer su contenido se negaron a poner la huella dactilar. Sus maridos no habían desaparecido en la Guerra. Nadie mejor que ellos sabía que esos hombres nunca huirían. Las promesas de dinero y sus hijos declarados huérfanos, no eran una tentación.
En 1958 corrió el rumor que el Ayuntamiento iba a sacar los restos del Cerro la Horca y Arroyo Marín para llevárselo al Valle los Caídos en Madrid, pero no pudieron por la resistencia de aquellas mujeres, que harta de morder lágrimas, protestaron y después de años consiguieron la primera victoria, ellos se quedarían allí para siempre, si no cómo se podría demostrar que aquello había pasado verdaderamente.
Toda su vida trabajaron fuera del hogar, sus hijos se educaron en la escuela de la calle, el ser rojillos, como les llamaban, curtía y daba carácter. El hijo mayor estaba en Madrid.
Pasó el tiempo, tuvo nietos y biznietos. Nunca llevó bien que ella que tanto había trabajado no tuviese una paguita y que su seguro médico fuese de Beneficencia sin derecho a medicamentos.
Todas las mañanas se peinaba y cuidadosamente se hacía el “roete”, mientras rezaba en silencio: “que poco vale este pelo, yo este pelo no lo quiero, claro si es que mi pelo es fascista”. Todas las noches antes de la carta de ajuste de la televisión, salía una foto del gobernante, siempre mascullaba unas palabras, nunca se le entendió, su cara era el reflejo de su alma.
Antes de fallecer el 31 de Diciembre de 1974, en estado de inconsciencia recordó su vida, sus tragedias y desgracias. En su inmenso corazón nunca hubo sitio, ni ocupó un lugar el odio ni la venganza. Hasta siempre abuela.