El pasado día 16 de noviembre vine de Sevilla a Beas para participar en las II Jornadas de Memoria Histórica. Se trataba de una mesa redonda en la que se expondrían historias de vida de algunas de las personas que fueron asesinadas en Beas tras el golpe de estado de julio de 1936 y la posterior represión. Pasé por la casa de mi madre, que a sus 98 años ha perdido bastante memoria, pero mantiene grabado a fuego el recuerdo de la muerte de su padre, de los hechos que la rodearon y de todos los sufrimientos posteriores. Le dije: «Mamá, vengo a participar en un acto sobre abuelo y los muertos de la guerra». Me miró y no dijo nada, se quedó como pensativa. Pasó un rato y cuando ya me marchaba y le dije que luego volvería, levantó la mirada hacia mí y me dijo, con un deje de preocupación y casi de angustia: «No te comprometas mucho, hijo». Me quedé de piedra, no sabía cómo reaccionar; apenas alcancé a balbucear: «No te preocupes, mamá». ¿Cómo era posible que después de 82 años de aquellos hechos mi madre aún tuviera la preocupación de que simplemente hablar de eso me podría «comprometer»? Es muy triste, es terrible; no encuentro más explicación que el deseo de protegerme, de proteger a los suyos, creyendo que el silencio ⎯ese silencio impuesto por aquella represión, pero interiorizado por los propios reprimidos⎯ es el único manto protector. Así había sido siempre para ella, para su familia, para todas las familias de las víctimas: silencio, silencio, reclusión dentro de la casa, recelo ante cualquier situación que pudiera volver a causar dolor, aunque fuera un dolor que nunca podría ser como el que sintieron los hijos pequeños, las viudas, los hermanos y hermanas de los asesinados.
En mi casa, como en muchas otras, apenas se daban detalles de la muerte de mi abuelo Flore, aunque nunca se me ocultó el dato fundamental: «a tu abuelo lo mataron cuando el Movimiento»; y por eso a mí me pusieron Flore de segundo nombre, para que quedara algún recuerdo vivo de una persona que todo el mundo consideraba un hombre bueno, «la mejor persona del mundo» para sus hijos, mi madre, mi tío Antonio, mi tío Justo, y para su viuda, mi abuela Catalina, que nunca se recuperó del golpe y vivió con su pena y su luto toda la vida, saliendo de casa solo para lo indispensable, para ganarse la vida ayudando en las matanzas de cochinos, haciendo dulces o en otras tareas que permitieran una mínima entrada de recursos en una familia que quedó en la más absoluta pobreza y desamparo, y marcada por el estigma de ser una familia de “rojos”. ¡Cuántas veces habré oído clamar a mi madre, siempre con las mismas palabras, siempre con el mismo tono de dolor!: «¿Cómo es posible que hayan matado a Flore?, decían los valverdeños y los triguereños que venían a moler a la Fábrica». Y es que pocos meses antes era Flore ⎯como encargado general de la «Fábrica»⎯ quien los atendía cuando venían a traer el trigo o la aceituna o a recoger el aceite; y quien lo había conocido no lo podría olvidar nunca.
Florentino Pérez Caballero, en cuya acta de defunción, escrita en 1949, 13 años después de su muerte, «a consecuencia del pasado Movimiento Nacional» ⎯como se registra⎯, y en la que no consta, lógicamente, lugar de enterramiento, se dice que era de profesión «molinero». Era más bien, «encargado» de todas las labores de la «Fábrica» (de aceite, vino, trigo, etc.), propiedad de una de las grandes familias de propietarios rurales del pueblo. Tenía 47 años casi recién cumplidos cuando fue fusilado el 16 de agosto de 1936 en la valla exterior del cementerio de Trigueros, dejando ⎯como he dicho⎯ tres hijos: Antonio, de 18 años, Catalina, de 16, y Justo, de 7. Desde entonces hasta hoy el 16 de agosto ha sido un día de luto absoluto, en el que la familia se encerraba en la casa y recordaba al abuelo muerto. Ha sido en esos aniversarios cuando, a medida que me iba haciendo mayor, he ido conociendo una historia llena de dolor, pero también plena de valores, de ejemplaridad.
Flore era de familia de pastores, de la calle de Las Camachas, y se crió en el campo cuidando ovejas, pero venía al pueblo periódicamente y desde muy pequeño mostró un enorme interés por aprender. Fue totalmente autodidacta, no pudo asistir a la escuela, pero pronto aprendió a leer y se empapaba de todo lo que caía en sus manos. Conoció a mi abuela, su futura mujer, cuyo padre era el correo y vivía al comienzo del Cabezo Chico, cuando iba cada cierto tiempo a recoger, en aquella casa, el periódico, que luego leía con avidez; y ahí se debieron enamorar. Más adelante, se suscribió a El Socialista y recibía también la revista semanal ilustrada Nuevo Mundo, cuya colección de los años 1915 y 1916, encuadernada en dos tomos, con noticias y fotografías impresionantes de la 1ª Guerra Mundial, guardo como una joya, sabiendo que sus manos tocaron tantas veces esas hojas y que sus ojos contemplaron con horror las masacres de la Gran Guerra. Era un hombre pacífico, culto a su manera; tenía libros que hablaban del progreso, de un mundo futuro que traería bienestar y felicidad para todos; y él creía en eso, era un idealista, un «socialista utópico» medio siglo después de aquellos primeros socialistas europeos. Estaba convencido de que los pobres y los oprimidos ⎯y Beas era un ejemplo paradigmático de población pobre dependiente de muy pocos terratenientes⎯ llegarían a tener una vida mejor; pero para eso tenía que cambiar el sistema dominante, tenía que haber tierras para poder vivir, se tenían ganar salarios dignos, quienes siempre habían vivido sometidos tenían que convencerse de que eran tan personas como los señoritos a los que tenían que mostrar continuo respeto, porque su supervivencia dependía de aquellos…
«¿Qué necesidad tenía él de meterse a luchar por otra gente, si él no lo necesitaba?», dice mi madre ⎯siempre con las mismas palabras, siempre con el mismo tono de dolor⎯ que repetía mi abuela, su viuda. Él tenía un buen trabajo, dentro de la clase obrera estaba bien situado, pero sabía de dónde venía, sabía de la miseria y del hambre y se sentía solidario con quienes estaban en una situación peor. No dejó de aprovechar ninguna ocasión para intentar mejorar la vida de los obreros del pueblo. Cuando se estaba construyendo el dique de Beas (que proporcionaría el agua corriente a Huelva) él y otros socialistas consiguieron que quienes trabajaban allí, al recibir sus sueldos, pagaran las cotizaciones para un futuro «retiro obrero», y apuntaban los pagos en unos cuadernos que se conservaron. Muchos creían que eso era una pérdida de dinero y que no serviría para nada, pero gracias a esas anotaciones en «los cuadernos del dique», mucha gente, ya en los años sesenta, pudieron justificar una parte importante de su vida laboral y «cobrar la vejez». Así era Flore, y así eran los amigos socialistas que más tarde fueron asesinados.
La llegada de la II República, el 14 de abril de 1931, fue para él, si no la más feliz, una de las fechas más felices de su vida: parecía que todas las expectativas de aquellos soñadores iban a empezar a cumplirse. La ilusión fue máxima y, a pesar de todos los problemas con que se desarrolló aquel régimen, los logros empezaron a comprobarse y el trabajo de aquel grupo de socialistas parecía comenzar a dar sus frutos. No tomaron revancha contra nadie, ni tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, ni siquiera tras el 18 de julio cuando se comprobó el alcance, que ya se preveía sanguinario, de la rebelión. Bien es sabido cómo Antonio Rodríguez Waflar contuvo la ira de «los mineros» que llegaron a Beas dispuestos a lo que fuera. Se quemaron los santos, sí, pero ni siquiera la iniciativa fue del propio pueblo; en todo caso, ¿eso justifica la matanza posterior de tantas personas buenas, sin ninguna responsabilidad delictiva? «Cuando oyó pasar la bulla del carro con las imágenes de los santos por la puerta de casa, camino de la Fontanilla, para quemarlos, se lamentaba diciendo que eso era una locura y que al final traería peores consecuencias», recuerda mi madre, siempre con las mismas palabras, siempre con el mismo tono de dolor. Lo decía sentado en el patio de su casa, haciendo cestas de palma o canastos de caña (no dejaba nunca de hacer cosas, sabía muchos sencillos oficios), en la calle de las Huertas ⎯hoy Diego Velázquez, 12⎯, una casa que había conseguido comprar prácticamente en ruinas en 1932 y que durante años fue reconstruyendo (¡qué bonita la solería, que conservamos, que le colocó Jerónimo el de la Polaca!); era la ilusión de su vida: la primera casa propia que iba a tener él y su familia, algo que ningún obrero en aquel tiempo podía soñar; ¡y qué poco tiempo la disfrutó!
Algunos empezaron a pensar que, a pesar de que en Beas no había habido delitos de sangre por parte de las izquierdas, ni siquiera graves molestias a los terratenientes, el avance de la rebelión fascista podría terminar en represalias y pensaron en huir del pueblo. Currichi fue a la casa de mi familia a decir que él y otros dos compañeros iban a huir hacia Madrid. «¡Qué tontos, irse a Madrid campo a través! Pero ¿a nosotros qué nos va a pasar si no le hemos hecho nada a nadie?», recuerda mi madre, siempre con las mismas palabras, siempre con el mismo tono de dolor. Y no hizo nada por ausentarse de casa ni esconderse. Y allí vinieron a detenerlo y llevárselo a la iglesia, encerrado con otros 34 hombres de distintas edades, pero todos igualmente sorprendidos de verse en aquella situación; ¡y en la iglesia nada menos!, ¡qué barbaridad!, ¿cómo era posible que personas tan «cristianas» como las que apoyaban el «Alzamiento» utilizaran la iglesia como cárcel, como antesala de las ejecuciones?, ¿no era eso una profanación?… Seguramente en aquellos primeros días de agosto de 1936, encerrados en las dos zonas acotadas en las naves laterales de los pies de la iglesia, donde está la pila de bautismo y en la zona simétrica, en condiciones lamentables de higiene, recibiendo la comida que los familiares (generalmente los hijos, pequeños muchas veces) les llevaban al mediodía, por la tarde… ya empezarían a pensar que aquello no era una mera detención sino que les esperaba algo peor. ¿Qué hablarían entre ellos en aquellas noches calurosas encerrados en la iglesia (se reforzaron las puertas por fuera para evitar posibles fugas), vigilados, angustiados, pensando en el porvenir de sus familias?
Cuando anunciaron que con motivo de la festividad de la Virgen de los Clarines se iba a celebrar una misa en el porche de la iglesia, abierto al paseo, a la que fueron obligados a asistir públicamente los rojos allí encerrados, se abrió un rayo de esperanza; quizás los iban a perdonar o, como máximo, a trasladarlos a la prisión de Huelva. Pero mi abuelo ya había comprendido: «Papá, ¿quieres que nosotros vayamos a la misa?, ¿será mejor?… No, hija, no hace falta, no va a servir para nada», recuerda mi madre, siempre con las mismas palabras, siempre con el mismo tono de dolor. Y así fue. Pero las familias seguían amarradas a ese hilo de esperanza. El día 16 de agosto mi madre había ido, como muchas otras mujeres, jóvenes y mayores, a lavar a Los Lavaderos; quizás alguien le llevó la ropa en el serón de un burro, quizás la llevaba ella misma en un baño de zinc en la cabeza recorriendo el kilómetro y medio de camino. Estaban en «coladero», a donde se iba cada cierto tiempo a lavar toda la ropa; su padre, aunque estuviera detenido, debía de cambiarse y tener ropa limpia. Era la hora de la siesta, las mujeres arrodilladas lavando, probablemente suspirando de vez en cuando. Y llega el rumor: «que se llevan a los presos, que se llevan a los presos». Todas recogen rápidamente la ropa, seca, mojada, hecha un lío, como fuera, y echan a correr hacia el pueblo; y al llegar a Nador, «¡una gritina!, que se llevan a los presos, que se llevan a los presos», me ha contado cientos de veces mi madre, siempre con las mismas palabras, siempre con el mismo tono de dolor.
Ya no pudo verlo. Se lo habían llevado en el primero de los dos camiones que salieron de la plaza; en él iban 16 hombres buenos, apelotonados, con sus vigilantes armados, en la caja del camión, seguramente con la mirada perdida, grabando por última vez en sus retinas la imagen de aquella plaza, la plaza «de abajo» a la que la mayoría tenía que acudir cada mañana a ver si les daban trabajo, en la que habían disfrutado de las capeas, la plaza «de arriba» por donde incluso se atrevían a pasear con sus familias algunos domingos, los rostros de los pocos que se atrevían a estar por allí, mirando de lejos. ¿Y sus mujeres?, ¿y sus familias? Al enterarse de la saca, habían acudido quienes vivían más cerca de la plaza a ver si podían ver sus maridos, a sus padres. Pero, cuando el camión empezó a bajar por la cuesta desde la plaza hacia la Calle Larga, las que intentaron asomarse a la calle, refugiadas en los portales de algunas casas, fueron metidas para adentro a culatazos bajo amenazas de que, si no se metían, les iban a pegar también un tiro. Y fueron privadas de una última mirada de despedida. Es difícil comprender tanta crueldad, tanto ensañamiento, tan poca compasión…
Flore fue fusilado esa calurosa tarde del 16 de agosto en el terraplén del muro lateral exterior del cementerio de Trigueros, junto con los otros 15 hombres que iban en el camión. No sabían a dónde iban, quizás a Huelva, aunque ya estarían seguros de lo peor. ¿Cuánto tardarían en llegar al cementerio de Trigueros, pasando la cuesta del horno del Mosquito, por el Charco Hondo, atravesando el pueblo de Trigueros, comprobando que el camión paraba el motor y que los hacían bajar y los ponían junto al terraplén…? ¿Pero los iban a matar así?, ¿era posible?… Los de los fusiles eran forasteros (¿o quizás alguno era conocido?…); no les importaría tanto disparar a gente de otro pueblo; luego no podrían hablar, claro. «¿Qué pensaría tu abuelo, el pobre, cuando se vio ante los fusiles? Pensaría en su mujer, en sus hijos, en la vida tan desgraciada que les esperaría…», repite una y otra vez mi madre, siempre con las mismas palabras, siempre con el mismo tono de dolor. Poco después, aquella misma tarde, un segundo camión, con los restantes 19 presos, salió también de la plaza, camino del cementerio de San Juan del Puerto, donde serían asimismo ejecutados. Aún debió de ser más dolorosa la experiencia para estos hombres, pues su camión pasó, despacio, por delante del callejón del cementerio de Trigueros donde yacían, aún calientes, sus compañeros fusilados. Al verlos, espantados, ya no tendrían ninguna duda de lo que les iba a pasar a ellos.
Los fusilados de Trigueros (lo mismo que ocurrió con los de San Juan) fueron enterrados ⎯«como perros», dice mi madre… y diría cualquier persona con un mínimo de sentimientos- en una fosa común en el suelo del cementerio, sin que quedara rastro del enterramiento. Un sencillo monumento funerario costeado después por las viudas fue derribado, parece que literalmente con sus manos ⎯bonito gesto cristiano⎯ por el cura de Trigueros, poco tiempo después. Pero ¿qué más da? Mejor dejar tranquilos a los muertos, ¿verdad? No pasa nada; sus viudas, sus hijos tendrían durante los primeros años en sus cabezas las terribles imágenes de sus cuerpos descomponiéndose en el suelo, con el calor del verano, con las lluvias del invierno. No pasa nada; quizás se lo merecían, ¿verdad? Ya se les irá olvidando; se irán amoldando a las costumbres de la vida en el pueblo; al fin y al cabo, ha muerto mucha gente en la guerra; el tiempo lo cura todo; olvidaros de aquellas locuras de los rojos; la República solo provocó enfrentamientos; estamos construyendo una nueva patria «en paz»… Años después las «autoridades» falangistas del pueblo propusieron a mi abuela ⎯como a otras viudas⎯ que firmara una conformidad como que su marido había muerto con motivo de los sucesos del «Alzamiento Nacional», pues así podría cobrar una pensión de viudedad; algunas viudas cedieron, porque se morían de hambre, pero mi abuela Catalina, también medio muerta de hambre, prefirió mantener su dignidad y les espetó a la cara: «Vosotros sabéis perfectamente que a mi marido lo han asesinado y quiénes lo han hecho», repite mi madre, siempre con las mismas palabras, con el mismo tono de dolor, en este caso con rabia. Y consiguió sobrevivir, mi abuela y sus hijos, con hambre, con miseria, con la ayuda compasiva de mucha gente buena (por eso mi madre, desde entonces, no negaba una limosna a ningún necesitado que llegara pidiendo a su puerta).
Un tiempo después, en esa situación traumática, el hijo mayor de mi abuelo Flore, mi tío Antonio, fue movilizado para ir a la guerra, ¡en el bando «nacional»! (es decir, en el bando de quienes habían asesinado a su padre). Esto le resultó insoportable y, en el frente de Peñarroya, cuando tuvo una ocasión, en febrero de 1938, desertó de noche con otros compañeros, intentando llegar a las trincheras republicanas, con tan mala suerte que, como el frente formaba una gran curva, llegó desorientado de nuevo al mismo lugar del que había salido, dando vivas a la República. Estuvo a punto de ser fusilado, atado a un árbol, pero sobrevivió gracias a la intervención del cura del regimiento. Sufrió un proceso judicial, fue condenado a muerte, aunque se le propuso el indulto y la conmutación de la pena. Vivió en la incertidumbre de una posible ejecución mucho tiempo, sin poder ser visitado por su familia (no comprendo cómo la capacidad de sufrimiento de mi abuela y de mi madre no se desbordó totalmente…); finalmente su condena fue de seis años y un día, en la prisión de Córdoba. Cuando pasaron los seis años, su familia lo esperaba en Beas, pues podría llegar cualquier día. No tenían casi nada para comer, pero cada noche guardaban un resto de comida, por si llegaba Antonio. Por fin, una noche, llegó a la estación de Beas solo, caminó deprisa por la carretera del cementerio, llegó a su casa y golpeó en la ventana de la habitación donde dormían mi abuela y mi madre. «Mamá, mamá, soy yo…», recuerda mi madre, sin poder contener las lágrimas, siempre con las mismas palabras, con el mismo tono de dolor. No acertaban ni a vestirse ni a abrir la puerta, pero por fin, atribuladas por la emoción y llorando sin parar, consiguieron abrir… ¡y esa noche precisamente no habían podido guardar ni un trozo de pan! Menos mal que María y Fernando el Herrero, los vecinos de la casa de al lado, que estaban en una situación algo más holgada, tenían comida y pudieron darle de comer al pobre Antonio.
Antonio estuvo un tiempo en el pueblo, triste, desubicado, pero sin perder el carácter bondadoso que había heredado de su padre; sobrevivió trabajando en el campo, pero no tenía mucha capacidad para eso; había hecho estudios de bachiller (otra «locura» de mi abuelo: «¿cómo se le ocurre a un pobre darle estudios a su hijo?, lo que tiene que hacer es aprender a trabajar») y eso le permitió dedicarse a enseñar a leer y a escribir a bastante gente del campo que quiso aprender con él, a cambio de un pequeño pago. Me he ido encontrando con muchos hombres del pueblo que me decían con orgullo: «Yo aprendí a leer con tu tío, Antonio el de Flore». Finalmente, Antonio –como más tarde su hermano menor, Justo- emigró a Barcelona, donde se estableció y tuvo su familia, su mujer, Pepita, su hija, Pili, que ha vivido, como yo, todas estas experiencias, conocidas a través de nuestros padres, con dolor, pero sin rencor, en silencio, pero con dignidad. Mi tío Antonio fue un hombre honrado y trabajador, generoso y entregado a los demás, militante de izquierdas, que fue visitado luego en Barcelona por el propio coronel director de la cárcel de Córdoba donde había estado preso; y mi tío le enseñó Barcelona ⎯era un guía excelente⎯ con todo cariño.
No hay rencor, no hay deseos de revancha, no queremos remover el pasado. Solo queremos dignidad, conocimiento de la verdad y reconocimiento de nuestros familiares que lucharon generosamente por un mundo mejor, porque sobre ellos ⎯aunque sus huesos sigan ocultos bajo tierra⎯ finalmente hemos podido construir esta imperfecta democracia, después de tantos años de dictadura. Se acabó el tiempo del silencio, porque sobre el silencio y la ocultación, sobre las heridas cerradas en falso, no se puede construir una sociedad sana y reconciliada. La generación de nuestros padres quizás no llegue a superar el trauma, pero la generación de los nietos y bisnietos de aquellas buenas personas injustamente asesinadas nos merecemos una convivencia digna. ¡Ojalá nunca nadie tenga que volver a oír esa triste frase!: «No te comprometas mucho, hijo».