Historia de una madre coraje en la posguerra

Historia de una madre coraje en la posguerra

Seis hijos tuvimos. Seis parí. Pero tú solo conociste a cinco. Porque a pesar de todo el amor, querido Indalecio, a pesar de no haber podido ver aún la carita de la pequeña Angelita, a pesar de todos los años de vida que nos hubieran quedado juntos (y más después de que consiguiéramos superar con vida el duro trance de la guerra), aquel día el mundo te pesó demasiado y decidiste soltarlo.

Me dejaste sola. Y fui yo la que tuvo que remar en ese inmenso mar de penurias y tristeza, de niños hambrientos y platos vacíos. ¿Pero sabes? Lo conseguí… No te guardo rencor, mi amor. Pero cuánto me hubiera gustado compartir contigo todo lo bueno, lo malo también. Hacernos viejitos juntos y contemplar con orgullo crecer a nuestra extensa y hermosa familia…

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Me llamo Cornelia Galván Díaz. Nací en enero de 1910 en Jerez de los Caballeros. Un bonito pueblo cercano a la frontera de Portugal que ha sido testigo de siglos de historia. Allí nací y allí crecí, jugando con mis hermanas. Todas chicas, porque el único hijo varón que tuvieron mis padres murió siendo yo una niña.

Aún recuerdo el olor de los campos húmedos en primavera… y los colores cobrizos del verano.

Cómo me gustaban esos paisajes, aunque no pude recorrerlos de niña tanto como hubiera querido. Fui la muñequita de la casa, con una tez tan pálida delicada que mi madre quería preservar a toda costa de los rayos del sol… Las señoritas no se bronceaban entonces. Y menos cuando su rostro era tan suave y fino que podía quemarse con el sol del campo.

Mis hermanas, varios años mayores, sí podían recorrer los caminos para llevar a nuestro padre la cesta con el almuerzo que había preparado mamá. Y yo me quedaba haciendo mohínes detrás de la ventana, ansiando el día en que me permitieran salir a recoger flores silvestres para componer coloridos ramilletes y perseguir mariposas.

En Jerez de los Caballeros conocí también al que sería mi marido. Panadero de profesión, me prendó su mirada franca, su honestidad, su generosidad infinita… tal era su bondad que apenas cabía en su cuerpo tan menudo.

Eran tiempos convulsos y mi Indalecio prefirió no andar en política. Pero llegó la guerra. Aunque no fue a la mili por su baja estatura, sí le militarizaron. Además, él no podía dejar de ayudar al prójimo ante tanto dolor. Por eso marchó junto a su hermano Eusebio, que era practicante. Y se incorporó como auxiliar de enfermería en el hospital del Santo Ángel de Murcia primero; después en el de El Vedat de Torrent, a pocos kilómetros de Valencia. Proporcionaban allí atención quirúrgica a pilotos republicanos heridos en combate en la zona de Levante y Teruel.

Mientras, yo quedé sola en Jerez. Fueron tiempos duros, de salir adelante como podía con los tres hijos que ya nos habían nacido. Pero que mi marido no fuese a luchar en el frente me daba cierta tranquilidad, porque le creía más seguro entre batas blancas.

Ilusa de mí… no contaba con que el trabajo humanitario de ese personal médico atendiendo a heridos republicanos iba a contar también para los sublevados como un delito de “auxilio a la rebelión”.  Eusebio e Indalecio fueron encarcelados tras un juicio sumarísimo y enviados presos a la cárcel de Alcalá de Henares.

Pasaron más de tres años antes de que pudiéramos abrazarnos de nuevo, volver a compartir trabajo y lecho. Pero volvimos a vernos. Y aunque teníamos que sobrevivir comerciando con las chacinas que yo preparaba y café portugués de estraperlo, para mí estar juntos de nuevo era la gloria. No importaban ya las penurias de la guerra y las que vinieron durante su internamiento en prisión.

Sin embargo, las experiencias vividas por mi Indalecio durante esos años hirieron de muerte su alma bondadosa. Y después no pudo soportar ver el reflejo del hambre en la cara de sus hijos. Ese miedo a no poder sacarlos adelante y las pesadillas que le atormentaban cada noche, cuando se despertaba entre gritos y sudor, le llevaron a quitarse la vida en 1946, estando yo encinta de nuestro sexto bebé.

Y ahí me vi yo, como tantas mujeres. Sin recursos, sin dinero, sin comida, sin trabajo. Con cinco hijos y otro que venía en camino.

Como tenía cierta experiencia de cocinera (ya que de soltera trabajé en casa de unos marqueses en mi localidad natal) y dado que mi situación era precaria, me admitieron para trabajar en los fogones del Auxilio Social, un comedor para personas sin recursos.

Mientras yo cocinaba para otros, mi suegra Ana atendía y cuidaba con amor a todas mis criaturas. Pero pronto la pobre empezó a olvidar cosas, a tener despistes cada vez más grandes, que acabaron incapacitándola para cuidar a mis seis hijos.

La abuela ya no podía con ellos, así que hube de repartir a mis niños entre parientes, colegios, albergues y casas de acogida.

Solo Francisca, la mayor, se quedó conmigo, ya que tenía suficiente edad para trabajar.

Ángel marchó interno al Hogar de José Antonio en Badajoz, y más tarde mi cuñado Eusebio le ayudó económicamente para que pudiera obtener el título de Magisterio.

Con seis o siete años, Ana quedó interna en el colegio La Divina Pastora.

Desde los cuatro, mi pobrecito Indalecio pasó por varios centros de acogida. Ya en los años 50 entró interno en un colegio de San Fernando de Henares.

Mi cuñado Eusebio, tan generoso como su hermano, acogió a mis otros dos hijos. Juan, que tenía ya doce años. Y a mi pequeña Angelita, mi niñita, que tenía sólo 3. La hija que nunca llegó a conocer a su padre.

Con Eusebio y Ángela, su mujer, los dos estuvieron alimentados, recibieron cariño y afecto, educación y ejemplos de vida.

Al acabar el Bachillerato mis cuñados enviaron a Juan a Zaragoza para prepararse como Capataz Mecánico Agrícola.

Angelita vivió con sus tíos hasta que se casó, veintiún años después. Como su hermano, pudo ir a la escuela y estudiar el Bachillerato. Por la temprana muerte de mi cuñado tuvo que empezar a trabajar pronto como administrativa del colegio Santo Tomás de Aquino. Pero su tesón la ayudó a seguir estudiando por las noches. Acabó el Secretariado y entró a trabajar en una empresa textil en la que prestaría servicio más de cuarenta años.

Mis ojos no vieron tanto, ni pudieron conocer a mis nietos y bisnietos.

Pero todos y cada uno de mis hijos sobrevivió y salió adelante. Me llena de orgullo decir que fue gracias a su esfuerzo, mi sacrificio y la ayuda de familiares.

Aunque ya jubilada pude pasar largas temporadas con ellos en sus hogares, me quedó la pena de no poder disfrutar de ellos todo lo que hubiera querido, de no haberlos visto a todos juntos más que en un par de ocasiones. La primera fue en la boda de mi hija Ana (qué guapa estaba mi niña). La segunda ya los miré desde el cielo… se reunieron en mi funeral.

Siempre vestí de negro. Toda una vida de luto por la muerte de mi hermano, la de mis padres, la de mi querido Indalecio. No conocí otro color, porque, aunque en algún momento del pasado fui muy feliz, la maldita guerra, cruel e injusta, entró en mi vida para cambiarlo todo. Sus consecuencias se llevaron por delante a mi marido y el futuro de una familia, que podía ser pobre, pero también amorosa y feliz. Ojalá hubiese podido permanecer unida. Con dolor de corazón tuve que desprenderme de mis hijos, dispersarlos, para evitarles el sufrimiento del hambre y la miseria. Sólo me queda el consuelo de pensar que recibieron amor y atenciones. Y la satisfacción de saber que cada uno de ellos pudieron encontrar su lugar en el mundo. También que, a pesar de esas separaciones que tanto nos dolieron, ellos siguieron llamándome madre y queriéndome tanto como yo los amaba a ellos.

 

A Cornelia, mi madre,

El amor es el mayor tesoro que se puede recibir y todos los hijos de Cornelia e Indalecio nos sentimos siempre muy queridos. Siempre valoramos el enorme sacrificio que nuestra madre tuvo que hacer por nosotros. De ella y de mi padre heredamos los valores humanos de dos vidas ejemplares. Ese legado es el que cada uno de nosotros ha querido transmitir a nuestros hijos. También el esfuerzo para que hayan podido estudiar, formarse y convertirse en personas de bien.

Ángela Mojío Galván

Historia de una madre coraje en la posguerra